Las relaciones laborales deben regirse por el principio de buena fe, dice la ley. Dicho esto, ¿puede contarse con que un elefante y una hormiga vayan a mantener una relación que genere beneficios mutuos basando la relación entre ambos simplemente en el principio de buena fe entre las partes? Es imaginable que la hormiga esté más tranquila cuantas más restricciones se le pongan al elefante no sea cosa que no le guste mucho la filosofía. El empleado tiene la obligación de cumplir con su trabajo diligentemente con observación de las normas y la mente en los objetivos, actuando bajo el principio de buena fe. El empresario tiene el derecho de vigilarlo, también bajo el principio de buena fe. Pero por si falla la buena fe afortunadamente para la hormiga esa vigilancia tiene unos límites. Los límites impuestos por los derechos fundamentales recogidos en la Constitución. Derecho a la intimidad, derecho al honor y secreto de las comunicaciones. No se puede vigilar transgrediendo estos derechos individuales. Así, el respeto de esos derechos constitucionales ha de ser compatible con el derecho de la empresa a vigilar lo que hacen las personas a las cuales paga un salario. Por eso el artículo 20.3 del ET dice: “El empresario podrá adoptar las medidas que estime más oportunas de vigilancia y control para verificar el cumplimiento por el trabajador de sus obligaciones y deberes laborales, guardando en su adopción y aplicación la consideración debida a su dignidad y teniendo en cuenta, en su caso, la capacidad real de los trabajadores con discapacidad”, redacción que ya advierte que la vigilancia del empresario debe guardar un equilibrio para que pueda entenderse que se ha llevado a cabo dentro de los límites de las garantías previstas en la Constitución. Este equilibrio está saltando en pedazos. La irrupción de la tecnología y los algoritmos en el control de la actividad laboral no entiende de frenos constitucionales. Las cámaras de videovigilancia, el control remoto del ordenador de un trabajador, la escucha y grabación de las conversaciones telefónicas, los sistemas que monitorizan la navegación por internet de los empleados y otros, afectan irremediablemente a la intimidad del trabajador. Pero son los sistemas que tenemos para vigilar, no existen otros, exclama la empresa. ¿Cómo se soluciona esta incompatibilidad pues? De una forma muy infantil: cuando se usa tecnología en la vigilancia de los trabajadores se pide a la empresa que ponga en conocimiento de los empleados su utilización y recabe su consentimiento expreso. De ese modo los empleados saben y “autorizan” el uso de métodos digitales de control de su actividad laboral. Pero ese consentimiento no es realmente un libre consentimiento. Si un empleado decide no dar su consentimiento, la empresa decidirá no contratarlo, no renovarlo o despedirlo. ¿Dónde está el libre consentimiento? Los tribunales por su parte han ido sentando como condiciones para admitir el uso de la vigilancia de los trabajadores la notificación, la justificación causal y la proporcionalidad de los medios utilizados. Con ello llegamos al final de la historia: las garantías constitucionales son violables, si se sigue un procedimiento y se justifica, la intimidad de un empleado es violable. El derecho de vigilancia empresarial se impone al de la intimidad. Solo cabe esperar que la empresa y el trabajador actúen ambos de buena fe.
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¿Tienen los jefes derecho a espiar a sus empleados?
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