Advertimos que el articulista no recibe retribución alguna por escribir sus posts, tampoco obtiene beneficio económico directo o indirecto por verter esas opiniones, no posee acciones del periódico digital que le publica ni un contrato laboral que le vincule. Es independiente y libre para hablar como guste. Y a pesar de eso su opinión no es objetiva. No puede serlo. No lo es porque la objetividad ha abandonado el planeta. No llegó nunca a ocupar su trono, pero ahora definitivamente se ha exiliado. No piensa volver ni habrá quien la vaya a buscar. No habrá una raza de héroes que vayan rescatar este santo Grial porque estamos todos muy a gusto sin la dichosa objetividad y su tiránica rigurosidad.
Nos elevamos sobre su ausencia diciendo que hoy en día las fuentes de información se han democratizado. Pero en realidad se han desparramado. Hoy miles de voces silencian a las fuentes originales y en su afán de conocer la verdad la sepultan. Apenas aparece un suceso relevante en escena es ahogado por miles de opiniones que lo reproducen a su manera, racional o irracional, visceral, tóxica o criminal. Ya no quedan espectadores y pronto tampoco habrá escritores. Para cuando la noticia llega a tus oídos es imposible saber cómo pasó realmente, y si realmente pasó. En su defensa las redes sociales esgrimen la libertad de expresión y se erigen en defensores de la libertad de expresión. Se han vuelto supremacistas de la comunicación y todos aceptan su postulado: es prioritario garantizar el derecho a construir versiones aunque sea a costa de perder de vista la realidad. La libertad de expresión, la virtud, se ha hecho canalla al juntarse con la libertad de transmisión. Qué difícil es encontrar el equilibrio. Pero quién lo quiere, el desequilibrio es mucho más divertido. Ese es el juego.
En este internet en el que todo es gratis y nada se paga el único beneficio posible es ganar adhesiones, ingresar datos. Las redes sociales inventaron la gamificación, el juego de poner likes y dislikes, sonrisas y caritas y sistemas de puntuación a los contenidos, de modo que aquel que tenga más votos se convierte en el contenido más seguido, por tanto en el más probable, y a la postre el más creído. Pobre objetividad: la información sustituida por un espectáculo sobre ella misma. Hoy no necesitamos poderes ocultos que nos mientan y manipulen, hemos aprendido a hacerlo solitos desde nuestros hogares con un solo click. En nuestra emoción por participar somos incapaces de darnos cuenta del pantanal en que nos metemos, de medir la estupidez que nos inyectamos. De todas las frases que tratan sobre hablar o permanecer en silencio no nos aplicamos ni una. Un usuario coge cualquiera, por ejemplo la de Mariano José de Larra, “no sé quién ha dicho que el gran talento no consiste precisamente en saber lo que se ha de decir, sino en saber lo que se ha de callar”, y la pega en su muro acompañada de un post de doscientas palabras políticamente correctas. Y se queda tan ancho. En el siglo pasado el poder alienaba a las masas. Hoy se alienan ellas solas.
El otro gran enemigo de la objetividad es el miedo. El miedo se extiende. Y con razón, porque la población vive desde hace más de una década en una situación de crisis económica o sanitaria o social o institucional, o todas juntas, de desgracias y frecuentes acontecimientos terribles. En la era de los espectadores la audiencia escuchaba todo esto y digería su angustia. Hoy, en la era de la cocreación el público toma los contenidos y los multiplica más allá de su realidad y necesidad, pero casi nunca para generar utilidad. En este mundo no hay un lugar prioritario para lo real e importante. Uno pasa cuatro horas en un taller de tatuaje y se llena la espalda con el nombre de un cocainómano que marcó un gol con la mano, pero no le pidas que entre en change.org a pegar una firma para salvar a un periodista encarcelado por un tirano. Millones siguen a una influencer italiana a la que imitan y obedecen, compran lo que ella les dicen, pero no les pidas que se paguen una suscripción a una revista científica. Millones suben y suben fotos a una red social y piensan que de ese modo mejoran su vida y sus oportunidades sociales, pero no les pidas que acudan a una manifestación para reivindicar calidad y ética a los gobiernos.