Las cifras cantan: la pandemia nos ha vuelto más digitales y también nos ha alejado unos de otros y nos ha hecho virtuales. Estamos enganchados. La adicción a las redes está tan extendida que no la vemos como una enfermedad. En el perfil de Facebook de un experto, un psicólogo/a, podríamos leer su exposición crítica de esta dependencia, de su efecto bumerang, el que algo tan bueno como la conexión se vuelva en contra nuestra. Y al pie de esta afirmación pondría: “26.567 seguidores”, sin los cuales tendría poca voz y menos negocio. En secreto seguro que desea más seguidores, desea más adicción. Coherente con lo que dice sería cerrar su perfil de FB o invitar a la gente a no visitarlo. ¿No? No creo que sea esa la solución. El problema no es que seamos adictos a estar conectados, el problema es qué contenidos se fomentan en las redes sociales: informaciones frívolas, falsedad, postureo, seguidismo, bulos, cotilleo, imágenes perfectas de la vida que chocan con la realidad, modas superficiales, emociones fuertes, presunción, necesidad de aprobación, vulgaridad…, es inevitable que vivir en las redes con estos atributos resquebraje nuestra salud mental, nos dañe la autoestima y nos aleje de la vida real. Especialmente cuando las redes se esfuerzan por captar a los adolescentes que carecen de recorrido vital que les haga de coraza ante la toxicidad. La solución negativa es poner un límite al uso, pero sería mucho más positivo fomentar la calidad, la realidad, la utilidad.
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La adicción a las redes
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