Cada vez hay más ciudadanos “exigiendo” a las empresas una forma distinta de hacer las cosas, un nuevo código de conducta empresarial, y esto, dicen, va a suponer una transformación de la economía. La idea resulta tierna como la imagen de un niño desafiando a un gigante. Algunos asumen que los gigantes pueden desarrollar sensibilidad y altruismo para prohibirse a sí mismos aprovecharse de quienes tienen menos poder, que las grandes empresas y fondos de inversión, gracias a la lección moral del Covid, están dispuestas a plantear su futuro empresarial de una manera solidaria, sostenible, inclusiva, social y medioambientalmente respetuosa.
Confiar en que los negocios de Wall Street vayan a cambiar en esta dirección es de ilusos. Pero creer que las empresas de países emergentes gobernados por tiranos y mafiosos van a hacerlo, esto ya es vivir en Walt Disney.
Las grandes corporaciones ya no necesitan saltarse las normas que nos preocupan en el día a día. Ya no cometen fraude en la contratación ni pagan salarios de mierda. Esta letra pequeña han aprendido a hacerla más o menos bien y les aplaudimos. Ahora sus abusos son a escala global: manipulan la información, condicionan los procesos electorales, influyen en los Gobiernos, arruinan países, destruyen ecosistemas, crean paraísos fiscales, contaminan el aire y los océanos.
La gente desea un capitalismo consciente y humanista. Cierto. La sociedad está inquieta y enfadada. Pura pataleta. Al llegar el fin de semana correrán todos al centro comercial a comprar esas marcas que destruyen el planeta.